He sido artista y coleccionista siempre.  Mis padres tenían colgados en su casa  -aseguraban que los plasmé a los cuatro años-  dibujos del pantano de la frontera entre Texas y Luisiana, donde  crecí.   Decía mi padre que a esa edad también empecé a construir máscaras y cajitas, que yo decoraba, y que  ya coleccionaba insectos. Después,  a la edad de siete años, comencé a coleccionar serpientes y ranas, que mantenía en los jarros que Mama y mi abuelita Nana usaban para conservar las cosechas del jardín, perforando cuidadosamente  las tapas con agujeritos para dejar entrar el aire, hasta que mi colección aumentó tanto que tuve que trasladarla  a  acuarios que yo adornaba con plantitas y piedras del pantano, más botones, trocitos de encaje, o todo lo que me parecía que podría agradar a los “habitantes”.  Decían que yo salía invariablemente todos los días a cazar bichitos para dar de comer a mis queridas mascotas.   También decían que desde esa tierna edad me fascinaban las alegorías y metáforas de las canciones de cuna y de los cuentos de hadas y que siempre buscaba un significado más allá del pie de la letra de esos cuentos, un significado más allá en la iconografía de la iglesia, más allá de la misma naturaleza de mi querido pantano.

        Y desde ese pantano, después de recorrer medio mundo, en este nuevo milenio me encuentro en  España, casada con un gallego de pura cepa; todavía  dibujando, pintando, haciendo objetos y coleccionándolos. Durante estos años en Galicia, mi fascinación por los símbolos ha persistido como una constante en mi vida y en mi obra, que se ha dirigido por este camino de temas prehistóricos, mitología, rupestre y simbología  que abundan por estas tierras,  albergadas en el seno de Galicia como joyas montadas en las piedras imperecederas y silenciosas del paisaje gallego.

       Después de una vida dedicada  a la exploración de símbolos y mitologías, encontré en estas maravillas gallegas unos temas eternos y universales, e inmersa en su naturaleza hallé en la misma piedra una mitología especial que a su vez me llevó a una emocionante investigación de las posibilidades de textura en mi obra.  Al mismo tiempo, alegorías personales que encontré en la flora y la fauna gallegas surgieron en mi imaginería, muchas veces centrándose en la flor del tojo, planta considerada sagrada por los celtas por las agudas espinas que tienen las ramas de su arbusto. Y en muchos lienzos plasmé cariñosos abrazos a mi tierra adoptiva, exégesis del paisaje gallego y de las calles de Cedeira, el pueblo donde he encontrado tanta felicidad.

       Y aunque este romance dichoso continuaba, empecé a sentir una incomodidad con mi propia obra  que no podía explicarme.   De algo carecían mis imágenes.  Algo intuido, casi palpado, en etapas anteriores de mi trabajo, ya no estaba. Sostenía, y todavía sostengo, una conexión, una fidelidad a esos talismanes tan potentes que dejó la gente prehistórica en las piedras de Galicia.  Pero.....aún a través de esas preciosidades no hallaba ¿qué?   Cuanto más que me preguntaba más interrogantes surgían en mi cabeza. 

       Por entonces, en abril de 2005, presenté mi solicitud para tomar parte en el taller que el gran artista Agustín Ibarrola  iba a impartir en el MACUF, el Museo de Arte Contemporáneo de  Unión Fenosa. El Maestro aceptó mi petición, fui seleccionada, y en julio pasé dos gloriosas semanas con él y 19 artistas más pintando, esculpiendo, trabajando intensamente, transformando materiales industriales de deshecho almacenados por  las naves de  Unión Fenosa  que utilizamos para crear obras artísticas. El trabajo fue tan fructífero que el Maestro solicitó que nos proporcionasen otra nave para alojar y exponer las obras, lo que se le concedió inmediatamente. Los días pasaban, alternamos sin darnos cuenta entre trabajar duramente a de repente estar en plena tertulia con el Maestro, escuchando sus maravillosas palabras mientras compartía con nosotros sus ideas y teorías sobre el arte, tanto como sus días y años en las cárceles franquistas, sus reflexiones y  filosofía sobre el ser humano y la importancia de la vida...... Y de repente, nos mandaba  continuar la labor, y sin parpadear nos encontrábamos otra vez en plena obra.  El Maestro, que celebró sus 75 años durante el desarrollo del taller, estuvo siempre a nuestro lado a lo largo de todos los días, observándonos mientras trabajábamos, explicándonos y demostrando en el pizarrón los elementos formales del arte que faltaban en nuestra obra y hablando con cada uno de nosotros individualmente mientras trabajábamos.

        Las primeras veces que se acercó a hablarme casi me dio miedo, por el tremendo respeto que le tengo.  Sin embargo, no pasó mucho tiempo para que yo desease que el Maestro se me acercara para darme su opinión y mantener una conversación privada sobre mi obra.  Y ¿qué me dijo?  Que le encantaban las texturas de mi obra, pero que debería variarlas más a través de la superficie de la imagen; o que mi uso del grafismo, de la línea,  era muy jugoso, y que lo debía conservar.  Había mucho en mi obra que le gustaba, mas siempre terminaba por decir: “¡Más contundente!”  Pero, “Cómo?” decía yo.  “Mira y verás”,  respondía el Maestro. Desde el principio, nos prohibió usar las maneras de trabajar o la imaginería a que estábamos acostumbrados en nuestros estudios.  Quería que creásemos obra nueva usando los materiales industriales que nos rodeaban en el vertedero de  Fenosa  sin recurrir a imágenes y técnicas conocidas. Casi me desesperaba.  Me dijo: “No es que debas descartar las imágenes que han brotado en tu nueva vida en España, sino que tienes que mirar en tu tripa y sacar las imágenes de tu tierra que son tuyas, de tus raíces y encontrarles un lugar al lado de lo te ha surgido aquí”.   “Pero, ¿Cómo?”  “Eso lo tienes que hallar tú.  Busca aquí, en este material, busca en tu tripa”.  

       Con otra artista, Mercedes López Peón, rebuscamos entre el material de deshecho que había en el entorno de las naves todo aquello que pudiera ser  aprovechado:  bobinas de todos tamaños que en su momento habían transportado cables eléctricos; ordenadores desguazados, tablones de tamaño tremendo, cajas de madera de todas dimensiones, trozos de metal de distintos tamaños  y forma.  De pronto, hallé una caja que si se ponía vertical,   casi podríamos meternos las dos adentro.  Le dije a mi colega: “Cuando yo era niña me encantaba trazar con tiza, en la acera,  la forma del cuerpo de mis compañeros de juego, y que me trazaran a mí.  ¿Si nos trazamos la una a la otra dentro de esta caja.....?”  Pintamos la caja de negro, nos metimos adentro y entre risas, atropellos, golpes y choques la una contra la otra y las dos contra el interior de la misma caja, pues apenas cabíamos  a la vez, nos trazamos.  Adrede,  empleamos todos los preceptos formales  que nos había transmitido el  Maestro.  Asimismo, también compartimos y practicamos los conocimientos que nos había inculcado en los contactos individuales que habíamos mantenido con él.  Tanto  las sugerencias que nos había dado respecto a la continuación de  una línea en un plano vertical a un plano horizontal; la colocación y relación de los planos; la trascendencia  de la línea... Y así,  Mercedes y yo, revivimos las lecciones de nuestro mentor, platicando sobre sus teorías del arte, formales e informales; trazando, pintando  -apenas pudiendo movernos en el pequeño espacio dentro de la caja-, riéndonos, sudando, sintiendo la intimidad de nuestros apretados cuerpos, en una concordancia de arte formal, evocando la inocencia de nuestra niñez, convirtiendo así  el trabajo, en delicioso juego.

      Después seguimos colaborando juntas en otras piezas, usando los deshechos de nuestro alrededor, aprendiendo del Maestro y de los mismos materiales que nos exigía emplear el valor del proceso sin permanencia, incluso en “la escultura de toneladas”:  Entre los  20 artistas que participamos en el taller, elaboramos un conjunto escultórico usando grandes bloques de hormigón que se encontraban esparcidos por el recinto, pintándolos y desplazándolos por medio de una grúa, hasta formar  una inmensa obra, en una de las plazas centrales de Unión Fenosa.    

       Así es que, en ese calor casi  insoportable de julio en A Coruña y en las naves industriales de Unión  Fenosa, en ese contexto, empezaron a surgir de mí, con una rapidez que no me dejaba tiempo para pensar, ni comprender lo que me estaba sucediendo, imágenes condensadas en una simbología que nacía de mis tripas; de mi niñez en el pantano del este de Texas; de mi adolescencia entre los templos y pirámides de México; de los años en Chile; de mi dolor por la condición de la mujer en el mundo; de mi angustia por la larga y trágica enfermedad y muerte de Jim Danko; de mis dudas de fe y de mi creencia en una diosa femenina .... Fue como si Agustín Ibarrola, hubiera causado, que de lo más profundo de mi ser brotase a borbotones todo lo que contenía mi interior,   tomando forma, arrancando imagen tras imagen desde dentro de mí, imágenes que nacieron de las raíces que me aferran a la tierra en los dos lados del océano.  Me puse a pintar una bobina, queriendo convertirla en una mesa para mi casa, para nuestro huerto, como regalo para mi marido en el aniversario de nuestra boda.  Pinté formas femeninas,  como si fuesen trazadas en una acera, dejando plasmado nada más  la esencia de la silueta. De las manos de algunas  -reflejando el buen humor con que mi marido me critica los muchos gestos con las manos que empleo al hablar - surgieron símbolos, expresando el lenguaje, de la antigua civilización de Teotihuacán; y de las manos de otras, espirales y soles celtas.

       Así,   las imágenes y las obras dieron volteretas para plasmarse, con la velocidad de rápidos en agua blanca.  Y en mis noches, en el hostal, llenaba mi cuaderno, página tras página,  de bocetos.    

       La simbología siempre ha sido el motivo central de mi obra; es la exploración de los símbolos que da raison d´etre a mi trabajo. A través  de mi obra,  trato de intuir lo que no es fácilmente articulado, pero que claramente existe en nuestra memoria colectiva primigenia, porque al verlo lo reconocemos.  Pienso que por medio  de los símbolos  nos acercamos al portal del más allá, debido a la intuición que los símbolos estimulan y liberan en nosotros, dando entrada a las esencias físicas y efímeras así como  entraron en ellas los seres prehistóricos,  a través de sus petroglifos y pinturas, tal vez también en un esfuerzo para abrir el acceso al más allá.

      La búsqueda de lo esencial, unido al  homenaje a la ánima de la naturaleza, es mi alegría, y el acceso a mis propias vísceras que me abrió Agustín Ibarrola consagra mi viaje como proceso puro sin metas ni agobios: el proceso de la creación del arte.

 

 Cedeira, 20 de agosto de 2005

 Jane Danko