EL SAN JUAN
Dicen que cada día es una obra de Dios
que el patrón embuta su barriga
en el diminuto puente del San Juan.
Con su tripulación de dos
tiene fama de largar más red que nadie;
su licencia es para rape
pero si una centolla, calamar o bogavante malla en
su red,
lo lleva a su casa o a la señora de su barman.
Su barco es el más pequeño del puerto
y cada noche su silueta de elfo
se refugia en la maraña de amarras
mientras los que se pasean por el muelle
buscan entre la flota el benjamín,
el buque insignia de aventuras marinas de ese día;
si el San Juan está en puerto, todos estarán a
salvo.
A veces el patrón sale a la mar
cuando ni barcos más grandes ni los ángeles se
atreverían;
confía en la tecnología: es tan espléndido su radar
como el de los más grandes barcos,
una poderosa égida, su copiloto en el mar.
Su mujer es una gallega pelirroja
de rizos rebeldes imposibles de peinar,
una mujer con curvas,
con piel de porcelana que se broncea beis de miel,
una sonrisa que baila en sus ojos y una risita
musical;
sus dientes sobresalen de una manera encantadora,
por lo que su boca nunca se cierra por completo:
una imperfección cautivadora que resalta su gracia.
Su tensión tiende a estar alta;
no puede ser fácil, se comenta, vivir con el patrón.
Si el tiempo lo permite cose sus redes
en el porche de su chabola
que se encuentra en la curva camino del puerto.
Le gusta recibir visitas mientras trabaja;
sabe las nuevas de todo el pueblo,
bodas, partos y por quién doblan las campanas.
Nunca critica y por encima afirma
que lo mejor que se puede regalar es el beneficio de
la duda.
Mientras charla se pasea hacia atrás,
estirando nudos y tejiendo mallas que nacen de un
clavo en la pared;
sus manos, cual vertiginoso desenfoque,
no hay ojo humano que las siga,
pero mientras charla y canta no se le escapa ni un
punto
de su encaje de pescador.
Al final del día sus manos aflojan la marcha,
su mirada busca el horizonte,
y mientras cose, vigila el regreso del San Juan.
Cuando la diminuta figura asoma, ella contempla su
lento acercarse,
y mientras el patrón rescata su panza del puente,
echa anclas y amarra
y con sus compañeros descarga la pesca del día
y desembarca su roto e inútil aparejo,
ella se acerca al espejo, suaviza con bálsamo sus
labios salados,
da palmaditas a sus mejillas y cepilla sus rizos
indomables.
Cuando llega su hombre le asiste en el abandono
del traje de agua y la ropa empapada,
tiende a secar el sueste y cierra la chabola
y, charlando del día, van al bar A Marina
donde ella toma su Trina y él su Seagram´s Hundred
Pipers,
que solía beber con Coca-Cola,
pero desde que el médico le recuerda sus añitos,
y que necesita cuidar el corazón,
y él sabe que la Coca-Cola no es saludable,
ahora toma agua con su whisky.
Y en esos días cuando el cielo de repente se
ennegrece,
y los vendavales y las lluvias furiosas se desatan
como a menudo pasa en las aguas litorales de
Galicia,
o cuando ha salido solo el patrón,
ella se sienta en la ventana de la chabola,
el encaje de su red en el regazo,
las manos quietas, su sonrisa y risita ausentes,
con ojos que se clavan en el mar,
aguardando el regreso del San Juan.